En mitad de una era de destellos, purpurinas, plásticos, siliconas, aceros cromados, artificios y metacrilato, una de las cosas más hermosas que le pueden ocurrir a uno es plantarse en mitad de Cocentaina y comprobar que todavía se respetan ciertas cosas en la vida. Ayer, de la mano de David y Luis, descubrí el restaurante L'Escaleta. Atendidos por el impecable buen hacer de Andrés García, tuve el honor de compartir mesa con dichos acompañantes y que en la sobremesa se uniera a nosotros el sumiller de dicha casa.
Alberto Redrado es buena gente. Eso es lo único que cruzaba mi mente mientras le oía hablar. No tenía sentido que pudiera afirmar eso de alguien que no conozco de nada. Es muy fácil llegar a decir eso sentado a una mesa por la que han desfilado verdaderos manjares y que ha estado regada por los mejores caldos que uno pudiera imaginar. Pero si algún día ven las manos (sí, las manos) y los ojos de este hombre entenderán lo que digo. Y esa sensación que él transmitía era lo mejor que estaba pasando en ese templo de la gastronomía. Este hombre, que casualmente ayer recibía oficialmente el Premio Nacional de Gastronomía al Mejor Sumiller y que tenía a los periodistas esperando para entrevistarle, no mostraba ningún síntoma de ego retorcido, ninguna pose, ni rastro de snobismo en un arte que parece fascinar a tantos últimamente y que, por desgracia, sufre tantos prejuicios y modas.
Auque Alberto dijera que no había por qué darlas, doy las gracias una y mil veces por haber podido compartir mesa, conversación y un Fritz Haag del 83 (porque hasta ayer no sabía nada de enología pero, efectivamente Luis, hay un antes y un después en mi vida) con alguien que muestra tanto respeto por su oficio y humildad y admiración ante la vida.
*Las manos de Alberto
*Blas, fuiste la sorpresa final del día. Gracias por los ánimos.
*Esta entrada del blog ha sido casi un artículo en sí mismo, pero era justo y necesario...